POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- No nos gusta su pelo.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Es muy difícil pronunciar su apellido.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Es mucho más difícil escribirlo y para una dirección de blog es complicadísimo. O sea, es anti popular.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Físicamente, Tenembaum lo tira a la mierda.

jueves, 21 de febrero de 2008

Simon

en 21:40 6 comentarios


A uno a veces le hace falta un espejo. Y no necesariamente de esos que tienen marco. En mi caso, fue una llamada telefónica a la madrugada.
Uno de mis hermanos, el mayor, había sido padre por primera vez. Por fin. Él lo había deseado tanto desde hace muchos años y ahí estaba, diciéndomelo por teléfono, deletreando una felicidad impalpable. Le temblaba la voz y a mí las manos.
Como dije antes, era de madrugada y con esa noticia volví a poner la cabeza en la almohada y los ojos en la celosía que da a la calle.
No pude volver a cerrarlos.
Y entonces me ví; estirada en un polo de la cama, se me ocurre ahora que podría ser el polo sur, cerca de la Antártida.
Diminuta entre las sábanas ensayé un flash back cinematográfico y pensé una vez más en cómo pasó el tiempo. Cómo pasé yo en el medio de él. Me pregunté cómo había llegado hasta esa latitud de la cama y por qué no tenía hijos, ni esposo, ni batón, ni leche pasteurizada en la heladera, ni cosas que preparar el lunes a la mañana.
Y entonces supe que no quiero pasar esta vida sola.
Que el tipo de soledad que poseo no es la que deseo.
Además de eso, también imaginé otra cosa; a Simón riéndose a carcajadas y yo preguntándole “¿De que te reís?” y él contestando: “No sé, me dieron ganas de reírme”.
Y yo comprendiendo eso y riéndome con él.
O algo parecido.
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viernes, 1 de febrero de 2008

m u d a n z a (hacia un lugar específico y lejano)

en 21:34 10 comentarios

Primero sacamos la mesita de luz, después el televisor. Lo demás estaba en cajas de cartón. Una era muy pesada; entre los dos pudieron subirla a la camioneta.
Comentamos el día, el clima era muy agradable y además había salido el sol.
Entrábamos y salíamos de la casa cargando cosas, el vacío estaba en otro lado. “No hay mucho más que esto” repetía yo, como queriendo acelerar el vómito de muebles hacia la calle.
Ellos preguntaron si no me olvidaba de algo. “De muchas cosas no me olvido”, les dije.
Y entonces nos miramos dividiendo las sonrisas. No eran más que muecas fraccionadas, gestos que se quedan en la mitad porque más de ahí no se puede, no nos daban ganas de estirarlos.
Mis cosas empezaron a moverse entre los autos, atravesaban el centro de la ciudad lentamente, temblando en la intemperie. Tenían un destino específico; junto a mí, pero en otro lado, más cerca de las antenas de telefonía celular, a la vuelta de un supermercado con buenas ofertas.
Yo estaba preocupada. No sabía si entrarían en el ascensor. Tampoco sabía si iba a acostumbrarme a tenerlos en otro espacio.
Había que acomodar todo de nuevo, buscar el rincón, precisar el lugar donde dejaría olvidadas las cosas; encontrarle, una vez más, utilidad a los almohadones.
Cuando llegamos, parecía otro país: otra gente, otras coordenadas, otro paisaje desde la ventana.
Notamos que las paredes estaban recién pintadas. El sol delataba cualquier imperfección, incluso la nuestra.
Los tres pisábamos una superficie menor, un parquet limitado y sin encerar. Dibujamos involuntariamente un triángulo escaleno. Yo, que odiaba la geometría, encarnaba uno de los vértices.
Nos quedamos largo rato así, detenidos en algo parecido al dolor en tres dimensiones.
Se hicieron las 12 del mediodía y el sol me pegó en la cara. Fue la excusa perfecta para hablar otra vez del clima y de lo linda que seguramente se vería la ciudad desde otra altura.
Entonces subimos a la terraza, riéndonos.
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