El fin de semana pasado fui en busca de la gente que creció conmigo. El cumpleaños de Simón (uno de mis sobrinos) fue el motivo para recorrer los 140 kilómetros, llegar a San Pedro y encontrar las cosas en su exacto lugar. Justo donde las había dejado en navidad. No hice juicio de valor sobre ello.
En el cumpleaños me encontré con Pablo, un ex compañero de primaria. Un tipo, que a todas luces, podría ser el candidato ideal para cualquier mujer: es huérfano.
Pablo recuerda siempre que yo lo maltrataba en la escuela. Y lo hacía mientras formábamos la fila para entrar al salón. A mi se me daba tomarlo del brazo y flamearlo como a una bandera mientras le decía: “Pablo Pablo Pablo“.
Yo recuerdo eso y aún no sé por qué lo hacía. Me avergüenza un poco.
Una vez terminada la primaria, tomamos caminos diferentes. Pero por esas cosas de la vida él se hizo muy amigo de mi hermano mayor y entonces lo pude ver en situaciones muy traumáticas y dolorosas de nuestra familia. No hubo muchas, pero él acostumbraba a llorar por nosotros.
Mientras robaba caramelos masticables de una canasta (tengo debilidad por los palitos de la selva) Pablo empieza a contarme su negocio de pan rallado.
Trovati, su tio, se lo ralla.
Junior, su asistente, lo mezcla.
Antes lo hacía Trovati, pero los clientes se quejaban. Eso empezó a preocuparlo; pero no pasó mucho tiempo hasta que una tarde, mientras regresaba de la escuela rural donde enseña economía, el sol dio de lleno en la cabeza de Junior, que volvía a la ciudad con él. Y entonces Pablo interpretó eso como un mensaje divino. Ahí nomás le dijo: “Junior, vos tenés un gran futuro, me vas a mezclar el pan rallado“. Y no se equivocó. Junior mezcla el pan rallado de una manera asombrosa; siempre parejo, uniforme. Y los clientes ya no se quejan.
Pablo vende una tonelada de pan por mes. Dice que su pan es el mejor amigo de la milanesa. Que dura más de 8 meses si lo guardás con la bolsa bien cerrada. Que eso se lo dijo el viejo Alvarez, que es químico.
No vende solamente en las panaderías, también lo vende a las fábricas de pastas, que lo usan como relleno junto con la ricota; y a las carnicerías, donde rellenan los chorizos.
Él se encarga del reparto. Le gusta mucho, dice. Antes de emprender la recorrida, ingresa a una web donde actualizan los números de la quiniela. Es un servicio adicional que presta a sus clientes. Todos son timberos hasta la muerte, asegura. Incluso él se permite aconsejarle algunos números.
Escucharlo a Pablo es mágico, además de divertido. Su negocio de pan rallado lo entusiasma y piensa en extenderse más allá de Santa Lucía (un pueblo muy cerca de San pedro). Piensa que para fin de año llegará 2 kilómetros más hacia el Este.
Nos reímos. Decimos que pronto la bolsa de pan rallado cotizará en Wall Street.
Nos volvemos a reir.
Yo le pregunto: ¿Pero a donde pensás llegar con este negoción?
Y él, rápidamente, como un reflejo, casi pisándome la n, me dice:
- A fin de mes.
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En el cumpleaños me encontré con Pablo, un ex compañero de primaria. Un tipo, que a todas luces, podría ser el candidato ideal para cualquier mujer: es huérfano.
Pablo recuerda siempre que yo lo maltrataba en la escuela. Y lo hacía mientras formábamos la fila para entrar al salón. A mi se me daba tomarlo del brazo y flamearlo como a una bandera mientras le decía: “Pablo Pablo Pablo“.
Yo recuerdo eso y aún no sé por qué lo hacía. Me avergüenza un poco.
Una vez terminada la primaria, tomamos caminos diferentes. Pero por esas cosas de la vida él se hizo muy amigo de mi hermano mayor y entonces lo pude ver en situaciones muy traumáticas y dolorosas de nuestra familia. No hubo muchas, pero él acostumbraba a llorar por nosotros.
Mientras robaba caramelos masticables de una canasta (tengo debilidad por los palitos de la selva) Pablo empieza a contarme su negocio de pan rallado.
Trovati, su tio, se lo ralla.
Junior, su asistente, lo mezcla.
Antes lo hacía Trovati, pero los clientes se quejaban. Eso empezó a preocuparlo; pero no pasó mucho tiempo hasta que una tarde, mientras regresaba de la escuela rural donde enseña economía, el sol dio de lleno en la cabeza de Junior, que volvía a la ciudad con él. Y entonces Pablo interpretó eso como un mensaje divino. Ahí nomás le dijo: “Junior, vos tenés un gran futuro, me vas a mezclar el pan rallado“. Y no se equivocó. Junior mezcla el pan rallado de una manera asombrosa; siempre parejo, uniforme. Y los clientes ya no se quejan.
Pablo vende una tonelada de pan por mes. Dice que su pan es el mejor amigo de la milanesa. Que dura más de 8 meses si lo guardás con la bolsa bien cerrada. Que eso se lo dijo el viejo Alvarez, que es químico.
No vende solamente en las panaderías, también lo vende a las fábricas de pastas, que lo usan como relleno junto con la ricota; y a las carnicerías, donde rellenan los chorizos.
Él se encarga del reparto. Le gusta mucho, dice. Antes de emprender la recorrida, ingresa a una web donde actualizan los números de la quiniela. Es un servicio adicional que presta a sus clientes. Todos son timberos hasta la muerte, asegura. Incluso él se permite aconsejarle algunos números.
Escucharlo a Pablo es mágico, además de divertido. Su negocio de pan rallado lo entusiasma y piensa en extenderse más allá de Santa Lucía (un pueblo muy cerca de San pedro). Piensa que para fin de año llegará 2 kilómetros más hacia el Este.
Nos reímos. Decimos que pronto la bolsa de pan rallado cotizará en Wall Street.
Nos volvemos a reir.
Yo le pregunto: ¿Pero a donde pensás llegar con este negoción?
Y él, rápidamente, como un reflejo, casi pisándome la n, me dice:
- A fin de mes.