Mira el noticiero y me dice de espaldas que ya no se puede vivir así, que mirá la violencia, que esto es la ley de la selva.
Le pregunto si estuvo una vez en una. Se pone de lado y me mira como si fuera una estúpida. Hace una mueca y vuelve el cuerpo a su posición original.
- Y? ¿Estuviste en una o no?
Esta vez no se da vuelta. Escucho que chasquea la lengua y murmura un insulto innecesario.
Pienso que la televisión le está pudriendo la cabeza. Se convierte en un animal cada vez que se pone delante de ella. Apenas le asoman las palabras que sabe decir. Hace sonidos como: Uh Uh Uh , Oh! Ah! No! Mmmm; después se rasca la cabeza y golpea la rodilla extendiendo el brazo hacia el aparato como demandando otro tipo de imagen. No sé… una de tiros.
Me concentro en lo doméstico. Pongo detergente del lado amarillo de la esponja; la exprimo entre los dedos hasta que sale espuma y entonces me doy cuenta de que la versión de la selva la sacó de las películas de Stallone. Esas en donde tiene una vincha roja y te mira fijo.
Imagino el mundo como él lo describe después de la 7 de la tarde.
Miro hacia la ventana y sigo el itinerario de los cables. Mi vecino se cuelga de ellos como si fueran lianas. No quiere pagar el precio de quedarse afuera de los canales codificados, tal vez no haya nada que le interese de esta urbanidad de veredas deformes y pronósticos reservados del clima.
Es que, de hecho, no es fácil la vida sin balcón. Asomarse es una tarea incómoda. Uno debe doblarse sobre sí mismo para saber si la farmacia sigue abierta.
Hago el ejercicio. Acomodo el ombligo en la cornisa y alcanzo a ver los semáforos de la esquina como palmeras incandescentes. Se me ocurre que los postes de luz son parte de la vegetación natural que esquivamos intuitivamente cuando buscamos un taxi.
Una mujer con ojeras aparece en escena cruzando la calle con el abrigo colgando del brazo. Confía demasiado en el otoño. Piensa que en mayo hay que llevar el abrigo como sea, que no es posible un clima tropical en esta época. Murmura: “Dios mío! Este mundo es demasiado inseguro para mi”.
Adentro de casa, Guillermo Andino también dice algo de la inseguridad y presenta la nota del secuestro. Pienso tanto en esa mujer desabrigada que me angustia.
La noche se adueña de la ventana y él me pregunta qué hay de comer.
Le daría bananas, pero pienso que no entendería la ironía. Él me cuenta que las cosas no están bien, que me fije lo que pasa en Buenos Aires.
Y entonces busco el cuchillo y lacero el puerro. Él insiste con eso de la inundación. Habla de una ola de violencia y de nosotros, tan desprotegidos con una sola vuelta de llave.
Rebano el tomate y dejo rastros en la madera rectangular.
Él habla otra vez de la selva.
Y yo quiero que se calle,
y prender la hornalla con un solo fósforo
y quemarme las uñas a propósito
sentir que estoy en peligro
y que me salve Rambo.
* txt publicado en la revista Atypica Número 35 (conseguila en tu kiosco!!!)
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Le pregunto si estuvo una vez en una. Se pone de lado y me mira como si fuera una estúpida. Hace una mueca y vuelve el cuerpo a su posición original.
- Y? ¿Estuviste en una o no?
Esta vez no se da vuelta. Escucho que chasquea la lengua y murmura un insulto innecesario.
Pienso que la televisión le está pudriendo la cabeza. Se convierte en un animal cada vez que se pone delante de ella. Apenas le asoman las palabras que sabe decir. Hace sonidos como: Uh Uh Uh , Oh! Ah! No! Mmmm; después se rasca la cabeza y golpea la rodilla extendiendo el brazo hacia el aparato como demandando otro tipo de imagen. No sé… una de tiros.
Me concentro en lo doméstico. Pongo detergente del lado amarillo de la esponja; la exprimo entre los dedos hasta que sale espuma y entonces me doy cuenta de que la versión de la selva la sacó de las películas de Stallone. Esas en donde tiene una vincha roja y te mira fijo.
Imagino el mundo como él lo describe después de la 7 de la tarde.
Miro hacia la ventana y sigo el itinerario de los cables. Mi vecino se cuelga de ellos como si fueran lianas. No quiere pagar el precio de quedarse afuera de los canales codificados, tal vez no haya nada que le interese de esta urbanidad de veredas deformes y pronósticos reservados del clima.
Es que, de hecho, no es fácil la vida sin balcón. Asomarse es una tarea incómoda. Uno debe doblarse sobre sí mismo para saber si la farmacia sigue abierta.
Hago el ejercicio. Acomodo el ombligo en la cornisa y alcanzo a ver los semáforos de la esquina como palmeras incandescentes. Se me ocurre que los postes de luz son parte de la vegetación natural que esquivamos intuitivamente cuando buscamos un taxi.
Una mujer con ojeras aparece en escena cruzando la calle con el abrigo colgando del brazo. Confía demasiado en el otoño. Piensa que en mayo hay que llevar el abrigo como sea, que no es posible un clima tropical en esta época. Murmura: “Dios mío! Este mundo es demasiado inseguro para mi”.
Adentro de casa, Guillermo Andino también dice algo de la inseguridad y presenta la nota del secuestro. Pienso tanto en esa mujer desabrigada que me angustia.
La noche se adueña de la ventana y él me pregunta qué hay de comer.
Le daría bananas, pero pienso que no entendería la ironía. Él me cuenta que las cosas no están bien, que me fije lo que pasa en Buenos Aires.
Y entonces busco el cuchillo y lacero el puerro. Él insiste con eso de la inundación. Habla de una ola de violencia y de nosotros, tan desprotegidos con una sola vuelta de llave.
Rebano el tomate y dejo rastros en la madera rectangular.
Él habla otra vez de la selva.
Y yo quiero que se calle,
y prender la hornalla con un solo fósforo
y quemarme las uñas a propósito
sentir que estoy en peligro
y que me salve Rambo.
* txt publicado en la revista Atypica Número 35 (conseguila en tu kiosco!!!)