Giré la cabeza y noté los pies de él en los suburbios del colchón, a centímetros de perder las uñas en la alfombra. Su cuerpo es larguísimo y yo lo recorrí entero unas horas antes. Le puse la lengua en los omóplatos. La dejé ahí, estacionada en un lunar, mientras con el dedo índice acaricié su mundo desmayado de excusas y huesos.
En esa habitación de hotel (un hotel que ofrecía lustrarnos gratis los zapatos) la felicidad tenía los ojos hinchados. Esa rara inflamación en la manera de ver las cosas que tienen los turistas recién llegados. Habíamos sido amables con el color rosa en las paredes y la obsesión por los tulipanes. Exhalamos euforia mientras llenábamos los formularios de ingreso. Y teníamos hambre en el feriado y en nuestros apellidos. En todo lo que declaramos ser.
Montevideo tiene una ciudad vieja y otra más vieja aún. El primer día cruzamos la plaza y subimos una escalera, mutando en cenizas de ese espiral que nos llevó a una antigua habitación con una pila de libros que no podían comprarse. Allí pusieron unas mesitas con velas y dejaron que un hombre joven tocara la guitarra y le cantara a la mujer que no se fue.
Nos miramos con los párpados izados y pusimos la felicidad a remojar en la botella de cerveza. Una estrategia premeditada para que las cosas duren un poco más.
En los márgenes de esa eternidad y desde el revés de nosotros, asomó un suéter fucsia que abrigaba a una chica con el pelo ondulado. Ella comenzó a bailar e improvisar el estribillo junto al guitarrista. Y entonces caímos rendidos. Nos enamoramos de ellos por primera vez y unos minutos después, en la canción siguiente, lo hicimos de nuevo.
Pensé en las formas extrañas de la felicidad. En el vitreaux ovalado que fotografió unas 20 veces desde diferentes ángulos. En la comida demasiado condimentada. En el vino espumante. En los mozos que fuman mientras esperan al chef. En sus pies.
A él le sobran los pies. Se le salen del colchón como resortes que no resisten el peso de los dos.
En esta habitación el reloj está adelantado media hora y eso para la lluvia es indiferente.
No lo es para nosotros.
Y entonces él deja de soñar. Y se despierta.
viernes, 4 de septiembre de 2009
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1 comentarios;
muy bueno lo suyo, qué suerte que la psaste bien, besitos, vero.
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