El consorcio se reunió en la planta baja y acordó poner rejas al frente sin consultarme. Los inquilinos somos mayoría, pero en cuestiones como éstas quienes deciden el encierro son los dueños de las cosas.
Volviendo de un viaje, me encontré con un cuadriculado verde y un candado suspendido del lado derecho. La razón del repentino aislamiento no era la ola de inseguridad de la que habla Susana Gimenez, sino el colegio privado que se levanta todas las mañanas del otro lado de la calle.
A los niños ricos con escudos bordados siempre les gustó sentarse en las escaleras del ingreso del edificio en donde vivo. Allí juegan a las cartas, fuman, dejan olvidadas sus lecciones en el descanso y se besan.
Pero la propiedad privada odia a los adolescentes que creen que pueden apoderarse de los espacios gratuitamente. Y entonces pinta de verde al encierro, una especie de Increible Hulk sólido y eterno que los detenga con sólo permanecer ahí.
Para mi alegría, eso no dio resultado. Deberían saber los propietarios de los semipisos al frente y contrafrente, que cuando tenés el 1 delante de tu edad, las rejas sólo sirven para atravesarlas.
Una chica rubia come un alfajor sentada en uno de los escalones. Levanta su cabeza y me mira fijamente. Se arrastra hacia la pared y me dice: “pasá”. Agradezco la orden. En definitiva yo necesitaba eso: pasar.
Me detengo en la imagen de cómo cuelgo la ropa para que se seque al sol. La pongo de revés, del lado de la costura; la obligo a permanecer en las bambalinas. Y entonces confirmo que esa situación, la de la quinceañera dándome la orden, es la forma exacta en cómo se dan vuelta las cosas. El consorcio quiso que ella quedara del lado de la vereda y ahora la rubia toma la actitud de un patovica que me permite la entrada.
Antes de abrir la puerta regreso hasta donde está ella. Busco en la cartera y saco un viejo ticket de un recital y se lo doy. Ahora siento que las escena está completa.
No dejo de pensar en el candado. La reja permanece abierta. Me asusta la idea de que está allí a punto de cerrarse. Los vecinos con lo que hablo me dicen que no tienen la llave. Pienso en las malas inversiones. En la estupidez de los dueños y en la posibilidad de destruir el monstruo de hierro mientras ellos duermen lejos del balcón.
No tengo con quien discutir este tipo de cosas. Sueño con convertirme en una terrorista de las ideas infames: de los detectores de robo en los supermercados, de los cines que quedan lejos, de los discursos largos, de los sillones incómodos, de los baños públicos abandonados, de las salas de espera, del helado de sambayón.
Abandono insomne la idea en el cuarto piso. El celular suena cerca de mis caderas ambulantes y entonces no cierro bien la puerta del ascensor.
Una voz me dice que él quiere hablarme. No alcanzo a responder y presiono con el pulgar la tecla que corta la comunicación. Imagino la reja sobre él, sobre lo que nos pasó; adyacente a la forma en que se rió la última vez que lo vi; aplastando los besos breves de una despedida cierta; provocando interferencias sobre la canción que escuché mientras recogía los restos de la noche anterior.
Decido volver a la calle para respirar el sol sobre el pavimento. Mientras mis plataformas descienden la escalera, la rubia da el último trazo con tinta blanca sobre Hulk.
Leo la frase y le sonrío. Ella me mira con desaprobación y me da la espalda mientras expulsa su cuerpo hacia la vereda. El mediodía está donde ella lo busca.
Yo quedo del lado de adentro y veo un mundo fragmentado en mil pedazos. Pienso en que ella quiso vengarse de todos los que vivimos en el edificio. Su resentimiento tiene letras blancas y deformes.
Mis vecinos no saben que la rubia es feliz sobre este mármol escalonado. Ella escribió justo sobre la amenaza de la tristeza que se viene. Cuando se cierre la reja, deberá dejar los recuerdos adentro. La llave la tienen los otros y ella lo sabe.
El celular suena de nuevo. Decido no contestar. Mi cuerpo ya no puede enamorarse de él; entonces lo acomodo en uno de los escalones y dejo las piernas estiradas en caída libre hacia la salida.
Me gustaría contarle a la rubia que cosas como esas se oxidan. Y que así es la vida.
Pero ella me odia ahora. Tal vez más adelante. Tal vez en primavera.
Mis rodillas lastimadas asoman debajo de la pollera, mostrándome la consecuencia de mis caídas. Reconsidero la posibilidad de exhibirlas mientras fijo la mirada sobre Hulk y leo de a una letra por vez con la furia necesaria: “putos de mierda”.
5 comentarios
me encanto, el relato, la rubia, el insulto, hulk y sobre tod que ...el mediodia esta donde ella lo busque
Me encantan tus textos. Cuando llegué la primera vez (en tu post anterior) ya sospeché que este blog pintaba bueno. =)
Me gustan mucho las comparaciones que hacés, me mantienen una sonrisa constante mientras leo.
Si tuvieras ese feo cuadrito de seguidores, te seguiría.
Bueno, ahora sí, ya dejo de tirar flores y me voy. Saludos!
lore: te juro que cuando vi la reja de tu edificio imaginé que ibas a escribir algo, qué bien que escribís, hermoso texto, besitos vero.
Gracias Vero, David y Juanjo. Me honra que a escritores como ustedes les guste lo que hago y que encima comenten.
Lo digo muy en serio. Porque además intento amortiguar los halagos, pero no logro. Me hacen feliz. Y no pienso contarle esto al psicólogo.
Un beso.
Hola, tal vez me conozcas, soy de San Pedro como vos y ya no vivo alla, pero encontre tu blog y como estoy en estos dias en la misma tarea, me interesa leer lo que otros escriben, he llegado al blog chusmeando el Facebook de Liliana, ella me conoce y tu hermano tambien (aunque hace años que no lo veo). Realmente me gusta lo que escribis, lo haces con humor y mucha observacion de la vida cotidiana. Asi que adelante y te dejo el mio por si queres chusmearlo. http://fernandomoron.wordpress.com/
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