Leo en una entrevista a la actriz española algo que me moviliza las pupilas y provoca la reacción de mis dedos buscando una lapicera. Penélope Cruz dice: “Yo tomo la vida como viene, de a un día por vez”.
Ella tiene 34 años y acaba de ganar un Oscar. Es la primer española premiada en Hollywood y da la sensación de que estaba predestinada a ello; como si ese premio fuera algo que le vino con la vida, como una mancha de nacimiento o algo así. Y entonces ella tomó el desnudo dorado y dio un discurso de agradecimiento que ya había redactado antes; también, como si la vida la hubiera preparado un día para escribir discursos por las dudas.
Penélope no me termina de caer bien. No sé por qué. Tal vez sea envidia. La verdad es que no lo sé.
El viernes salí temprano del trabajo y tomé la avenida Córdoba con mis compañeras de piso. Nuestro uniforme es decente y goza de buenos colores. Una camisa lila, pantalón o pollera de un azul sobrio con unas líneas suaves más claras. Los zapatos los ponemos nosotras.
Es pintoresco ver mujeres regresar del trabajo vestidas iguales. Es como el cochecito doble con los mellizos, o los hombres elegantes con credenciales colgadas. A mi suele gustarme ver algo de eso. La vida no viene así, generalmente.
Caminábamos por la vereda impar comentando una película de Woody Allen que me había gustado mucho: “La vida y todo lo demás”. Ahí no actuaba Penélope. No había lugar para ella.
Y entonces alguien me llama con una sonrisa y alcanzo a reaccionar con sorpresa. Él había cruzado la calle para saludarme y yo no había reparado en ello hasta que puso uno de sus zapatos en el cordón de la vereda.“Te venía viendo de lejos”, dijo. Nos dimos un beso y empezamos a hablar. Las mujeres de lila continuaron el camino comprendiendo la situación. Suponiendo que dejándome sola ahí cambiaría mi vida. Que lo que me estaba pasando era algo bueno para mi futuro. Que si él cruzó la calle es porque me quiere.
Fui amable y graciosa. Suelo ser así.
Le conté varias emociones vividas en la semana y él hizo lo mismo. Pero no había nada entre nosotros. Yo busqué entre su camisa a cuadros y mi uniforme algo que nos uniera. Pero no encontré nada. Evitamos hablar en plural. No nos detuvimos en la hora y el día en que dejamos de llamarnos. Y pensé que eso era parte del cuento.
A eso de las 7 de la tarde no había más que decir, entonces nos miramos con ternura (es desgarrador cuando aparece sola, cuando no hay más que eso) y nos abrazamos.
El dijo “nos vemos", y esta vez no respondí. Porque eso es lo que no pasó. Él no pudo o no quiso vernos. Yo sí. Yo nos vi juntos; invencibles. Y lo cierto es que hacía años que yo no veía algo parecido. La soledad me vino de regalo en la secundaria y los sábados era interrumpida por un paseo hacia la heladería o la ilusión de conmoverme con una noticia que me diera la oportunidad de pegar el salto o ser famosa por algo que nunca supe hacer, ni hice.
Desde ese entonces seguí la recta hasta que caí en picada. Con el tiempo supe que la cosa no pasaba por subir y retomar el camino. Comencé a andar, a tomar decisiones como elegir una lámpara colgante con personalidad pero barata, pintar de rojo una pared, comprar un sillón negro, buscar el cuadro de Marilyn que no está en el catálogo de este año, y esas cosas.
Él me propuso algo que no tenía que ver con mis deseos. Me hizo una oferta y yo decidí no aceptarla. Porque a mi no me viene la vida como a Penélope. Ni como a la Srta. Cruz y mucho menos como a la de la canción de Serrat.
Y eso es porque yo no quiero tomar las cosas tal como se me presentan. Para eso está la muerte o los accidentes. Los velorios dejaron de ponerme nerviosa cuando comprendí que eran el escenario para no aceptar que no hay más allá de eso. Que si ponemos el cuerpo en un cajón y le pegamos los ojos y la boca va a parecer que duerme y que su alma se eleva. Pero podríamos quedarnos a esperar un poco más y sentiríamos el olor. Y eso es lo que no soportamos de ella: la consecuencia natural.
Pero para mí la vida está para otra cosa. Y es eso lo que intento hacer. Él no puede verme si no es en la calle, con negocios de ropa rodeándome y de uniforme.
Yo pienso que es una lástima. Y entonces me alejo en la dirección contraria. No puedo evitar culparlo por lo que no fue. Cuando decidimos algo, arrastramos a otros, nos guste o no.
Llego a casa y recuerdo algo que me dijo en el ala derecha, cerca de la biblioteca. Pienso en lo que vociferamos y en lo que hicimos después. No puedo calcular claramente los kilómetros de distancia.
Cruzar la calle es lo único que él está dispuesto a hacer por mí. Así están las cosas.
Me río y tomo agua directamente de la botella de plástico. Trago los dos litros sin respirar, concentrándome en su capacidad desintoxicante.
Esa es la manera que tengo de sacármelo de encima.
Algo de él se diluye con el agua.
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3 comentarios
Lamenté tener que interrumpir la lectura porque hervía el agua de las salchichas para los panchos. Mi cena de miercoles por la noche. Y todavia riendo por la ocurriencia de tu relato,...tuve una visión...una respuesta. Gracias Lorena...gracias Penelope...Gracias Tenembaum.
(Ahora mientras como el pancho seguiré leyendo, me gustó mucho tu estilo y tu sinceridad)
Hola Euge!!!! qué bueno que navegues por aca. Anoche me rei tanto que no pude disfrutar la torta.
beso
Lore, me enamoré de este texto. Mucho, gracias por los fragmentos.
besitos
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