Rodeamos la mesa donde se desparraman las cajas de ropa interior. Las abrimos como si fuéramos a descubrir nuestra propia intimidad y nos desviamos en comentarios sobre el encaje y los corpiños con aros. Hablamos también de que no es lo mismo besar a alguien de esa manera, largamente. Que por algo las prostitutas no lo hacen. Luego dudamos de si realmente es así. Y reímos. Sí. Reímos sintiéndonos estúpidas.
Y unos segundos después se escucha decir a alguien (no sé si fue mi voz) que es mejor no buscarle la vuelta a las cosas que no giran.
La que tiene flequillo pone el acento en el color de una vedettina y me hace saber que no le queda bien en su piel. Yo reparo en las cosas que van con la mía. Me detengo unos segundos en la mujer que posa en el catálogo y cambio de tema. Son las 7 de la tarde y no he tenido tiempo en pensar en el día anterior, en lo que dije y en las cosas pendientes en la oficina.
“Me voy a probar todo esto”, aviso en voz alta imaginándome desnuda en la casa de otro. Esa extraña forma de sacarme la ropa en un territorio extraño, corriendo el riesgo de que se me ponga la piel de gallina y verme demasiado pálida frente al espejo. Culpo a las lámparas de bajo consumo por mi aspecto de moribunda. Sólo por eso. No por sentirme cansada o cobarde.
El sábado me guía a un pasillo en busca de la habitación con espejo, pero una voz preguntando por medias me detiene. Retrocedo como esos viejos cassettes y espío a la dueña de casa. Ella descarga una bolsa de consorcio en el centro de la mesa, plagiando una montaña con ciento de medias.
Observo cómo las mujeres hablan del invierno. De si las medias no deberían ser más largas. Del porcentaje de algodón. Del estampado. De que con corazones no. Con rayas mejor.
Abandono el presagio de mi desnudez e imagino un cementerio de medias al pie de mi cama. Pienso en la manera que tengo de abandonarlas durante el sueño. Froto los pies, lo sé. Y después las empujo hacia el límite del colchón. Las desarraigo de mí con lo que me queda de oscuridad.
Durante la mañana la búsqueda dura más o menos 5 minutos, mientras en la radio dan las noticias.
La del flequillo compra unos 6 pares. Todos rayados. Uno para cada día. Los domingos no usa medias. Porque no. Porque prefiere que así sean las cosas.
Vuelven al asunto de los corazones en las medias. Que no les gustan en los pies. Las dejan a un lado como deshechos de la montaña. Algo que finalmente merece desbarrancarse hacia un costado de las conversaciones sobre lo conveniente, lo absurdo, lo que no puede ser.
Siento el impulso de ir por ellas. De rescatarlas del mal gusto y los prejuicios.
Aturdida, avanzo hacia la mesa. A la altura de mis caderas choco con una cabeza rubia, de unos 5 años. Me muestra un robot articulado. Me dice que lo armó pieza por pieza. Que no tiene nombre. Le digo que lo llame “Roberto”. Me responde que así se llama su papá y me pide que juegue con él. Dejo lo que iba a probarme a un lado y tomo el robot. Le pregunto cómo hizo para armarlo. Él me ofrece crear otro ahí mismo. Me muestra una caja de piezas sueltas y empezamos a buscar una cabeza, dos brazos del mismo color, una coraza, las piernas - “no, ésta no encaja. Ésta es mejor, mirá ”- y los pies.
Paso el tiempo encastrando piezas de plástico. Exagero mi asombro. Elijo el arma del robot: una espada de luces azules que titilan y nos hace sentir poderosos.
El jardín de la casa me devuelve la noche. Caigo en la cuenta de que las mujeres pasaron a la cocina. El tema de conversación ahora es acerca de la actriz que tuvo un accidente.
Le miro los pies al robot que hicimos y siento el escalofrío.
No sé nada de las medias.
sábado, 1 de agosto de 2009
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1 comentarios;
medias con corazones o corazones a medias...puede prestarse a una inquietante confusion...bellisimo b..!!! M S
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