Luego de recuperarme de un domingo (porque a veces los domingos son imposibles), mi madre me dice por teléfono que no está bien. Que se hizo algunos análisis y que está inusualmente flaca. Que pesa menos que yo con 30 años más. Y después citó algunas cifras sobre glóbulos rojos y blancos, sobre eritrosedimentación; cosas que no pienso buscar en el google.
Me dice todo eso y yo le digo que espere a ver los otros resultados. Pero en realidad me preocupo y pienso que ella viene a enfermarse justo cuando pude perdonarla.
Quiero decir… yo no sabía que debía perdonarle algo… pero sí intuía que la había culpado. Hace mucho había decidido culparla y entonces me reía de ella con resignación, y odiaba esa manera de curvarse y hamacarse y tomar pastillas contra la depresión.
Hace sólo unos días, buscaba unos dibujos que mi hermano me trajo de Europa y encontré la foto de la boda de mis padres. Cada vez que doy con ella pienso en lo hermosa que era. En las decisiones que tomó y en las que no. En lo exageradamente triste que siempre me pareció.
Muchas veces soporté sobre mis omóplatos la sospecha de que ella no quería estar entre nosotros. Que había deseado otra cosa pero que no tuvo el valor.
Recuerdo un sábado de invierno. Ella preparó mi ropa y me ordenó que me bañara. Me peinó y me puso perfume. Luego se maquilló. Me tomó de la mano y me llevó a una heladería. Dijo que podía elegir lo que quisiera. Tomamos helado en pleno invierno, muertas de frío, alimentando en plena avenida cierto espécimen de libertad.
Y creo que el hecho de que no haya vuelto a sucedernos, fue lo que no le perdoné todo este tiempo.
Para mí, con ese gesto ella me había rescatado de cierta soledad. Las dos habíamos hecho lo que deseábamos en contra de nuestros propios pronósticos.
La felicidad tenía nueces y dulce de leche. Y restos de rouge.
Hay muchas razones por las que yo no quiero que esté enferma.
Pero creo que ella se sentó a esperar. Hubo un momento en el que ella no pudo, o no quiso, o tuvo miedo. Y desde ese entonces espera que suceda.
Por mi parte, hoy es invierno en estas latitudes y el frío suele ser una obviedad, y esta casa no logra calentarse lo suficiente, pero confieso que siento los ojos inusualmente húmedos y unas ganas increíbles de pintarme los labios de rojo y tomar un helado.
Me dice todo eso y yo le digo que espere a ver los otros resultados. Pero en realidad me preocupo y pienso que ella viene a enfermarse justo cuando pude perdonarla.
Quiero decir… yo no sabía que debía perdonarle algo… pero sí intuía que la había culpado. Hace mucho había decidido culparla y entonces me reía de ella con resignación, y odiaba esa manera de curvarse y hamacarse y tomar pastillas contra la depresión.
Hace sólo unos días, buscaba unos dibujos que mi hermano me trajo de Europa y encontré la foto de la boda de mis padres. Cada vez que doy con ella pienso en lo hermosa que era. En las decisiones que tomó y en las que no. En lo exageradamente triste que siempre me pareció.
Muchas veces soporté sobre mis omóplatos la sospecha de que ella no quería estar entre nosotros. Que había deseado otra cosa pero que no tuvo el valor.
Recuerdo un sábado de invierno. Ella preparó mi ropa y me ordenó que me bañara. Me peinó y me puso perfume. Luego se maquilló. Me tomó de la mano y me llevó a una heladería. Dijo que podía elegir lo que quisiera. Tomamos helado en pleno invierno, muertas de frío, alimentando en plena avenida cierto espécimen de libertad.
Y creo que el hecho de que no haya vuelto a sucedernos, fue lo que no le perdoné todo este tiempo.
Para mí, con ese gesto ella me había rescatado de cierta soledad. Las dos habíamos hecho lo que deseábamos en contra de nuestros propios pronósticos.
La felicidad tenía nueces y dulce de leche. Y restos de rouge.
Hay muchas razones por las que yo no quiero que esté enferma.
Pero creo que ella se sentó a esperar. Hubo un momento en el que ella no pudo, o no quiso, o tuvo miedo. Y desde ese entonces espera que suceda.
Por mi parte, hoy es invierno en estas latitudes y el frío suele ser una obviedad, y esta casa no logra calentarse lo suficiente, pero confieso que siento los ojos inusualmente húmedos y unas ganas increíbles de pintarme los labios de rojo y tomar un helado.