POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- No nos gusta su pelo.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Es muy difícil pronunciar su apellido.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Es mucho más difícil escribirlo y para una dirección de blog es complicadísimo. O sea, es anti popular.

POR QUÉ NO ZLOTOGWIAZDA?

- Físicamente, Tenembaum lo tira a la mierda.

martes, 29 de septiembre de 2009

Rambo *

en 16:10 6 comentarios
Mira el noticiero y me dice de espaldas que ya no se puede vivir así, que mirá la violencia, que esto es la ley de la selva.
Le pregunto si estuvo una vez en una. Se pone de lado y me mira como si fuera una estúpida. Hace una mueca y vuelve el cuerpo a su posición original.
- Y? ¿Estuviste en una o no?
Esta vez no se da vuelta. Escucho que chasquea la lengua y murmura un insulto innecesario.
Pienso que la televisión le está pudriendo la cabeza. Se convierte en un animal cada vez que se pone delante de ella. Apenas le asoman las palabras que sabe decir. Hace sonidos como: Uh Uh Uh , Oh! Ah! No! Mmmm; después se rasca la cabeza y golpea la rodilla extendiendo el brazo hacia el aparato como demandando otro tipo de imagen. No sé… una de tiros.
Me concentro en lo doméstico. Pongo detergente del lado amarillo de la esponja; la exprimo entre los dedos hasta que sale espuma y entonces me doy cuenta de que la versión de la selva la sacó de las películas de Stallone. Esas en donde tiene una vincha roja y te mira fijo.
Imagino el mundo como él lo describe después de la 7 de la tarde.
Miro hacia la ventana y sigo el itinerario de los cables. Mi vecino se cuelga de ellos como si fueran lianas. No quiere pagar el precio de quedarse afuera de los canales codificados, tal vez no haya nada que le interese de esta urbanidad de veredas deformes y pronósticos reservados del clima.
Es que, de hecho, no es fácil la vida sin balcón. Asomarse es una tarea incómoda. Uno debe doblarse sobre sí mismo para saber si la farmacia sigue abierta.
Hago el ejercicio. Acomodo el ombligo en la cornisa y alcanzo a ver los semáforos de la esquina como palmeras incandescentes. Se me ocurre que los postes de luz son parte de la vegetación natural que esquivamos intuitivamente cuando buscamos un taxi.
Una mujer con ojeras aparece en escena cruzando la calle con el abrigo colgando del brazo. Confía demasiado en el otoño. Piensa que en mayo hay que llevar el abrigo como sea, que no es posible un clima tropical en esta época. Murmura: “Dios mío! Este mundo es demasiado inseguro para mi”.
Adentro de casa, Guillermo Andino también dice algo de la inseguridad y presenta la nota del secuestro. Pienso tanto en esa mujer desabrigada que me angustia.
La noche se adueña de la ventana y él me pregunta qué hay de comer.
Le daría bananas, pero pienso que no entendería la ironía. Él me cuenta que las cosas no están bien, que me fije lo que pasa en Buenos Aires.
Y entonces busco el cuchillo y lacero el puerro. Él insiste con eso de la inundación. Habla de una ola de violencia y de nosotros, tan desprotegidos con una sola vuelta de llave.
Rebano el tomate y dejo rastros en la madera rectangular.
Él habla otra vez de la selva.
Y yo quiero que se calle,
y prender la hornalla con un solo fósforo
y quemarme las uñas a propósito
sentir que estoy en peligro
y que me salve Rambo.


* txt publicado en la revista Atypica Número 35 (conseguila en tu kiosco!!!)
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ay! perdón

en 12:02 2 comentarios

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jueves, 24 de septiembre de 2009

Lo que él no le da (y lo que ella ya no necesita)

en 0:39 6 comentarios
Salí del trabajo vestida de violeta y me detuve en la esquina. Miré la avenida. Vi cómo septiembre se desesperaba sobre los autos. Recordé las estadísticas que dieron en la radio acerca del mercado automotor. El 90% de los compradores elige autos grises. Como si no quisieran desentonar con el pavimento. Pensé en miles de idiotas convirtiéndose en camaleones de ojos polarizados, escondiéndose de los otros camaleones.
No tengo nada en contra del color gris. Idiotas es lo primero que se me vino a la cabeza.
Debo decir algo más sobre esto. Hoy tuve un día difícil. Me desperté antes de que sonara el despertador, justo cuando se murió mi abuela. Horrorizada comprobé que había sido sólo un sueño. Ella sigue viva a cientos de kilómetros en un departamento de 2 ambientes, con esa cocinita donde hace buñuelos para nadie. Donde lee el diario en voz alta para nadie. Donde la piel se le pone cada vez más transparente, como un celofán, mostrándole sus venas a nadie.
Que mi abuela siguiera viva no era la única razón por la que mi día se había complicado.
Me preocupaba la bailarina del gimnasio de gradas azules. Había escrito ese relato un domingo a la madrugada y no podía despegarme de la sensación que tuve al escribirlo. Apenas podía ver la pantalla. Lloré de principio a fin mientras hundía mis dedos en el teclado. Borré la parte donde decía que los ojos verdes no tenían ningún mérito en ella. Que no había hecho nada para tenerlos.
Lo demás está escrito.
Pero yo quería decir otra cosa. Yo quería decir que me sentía cobarde esa noche por pensar en movimientos de fuga. Por querer que la bailarina se lastime los pies, que le salgan ampollas y se muera desangrada ahí, entre las gradas azules. Que en un mundo como éste alguien puede morirse un domingo de tristeza, y regresar el lunes a trabajar sin que nadie lo note.
Y que el hombre a quien yo le preguntaba si veía lo que hacía la bailarina con sus pies. Ése. Nunca la vio.
No se dio cuenta del asunto de los zapatos. No le dijo que su vestido era hermoso.
Ella le había dicho la noche anterior que solamente desnuda había podido tocarlo.
Por eso bailaba sobre el parquet. Nótese que elegí un piso como el parquet.
Pero él no pudo verla.
Él es un idiota del pavimento.
Un camaleón con ojos polarizados en primavera.
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domingo, 20 de septiembre de 2009

la bailarina del gimnasio con gradas azules

en 23:09 7 comentarios
Viste cómo hace ella con los pies? Cómo baila ahí, en el centro de ese universo de gradas azules?
Cómo estira el cuerpo hacia adelante y recita en voz baja una poesía?
Cómo dice: "voy a rascarme la piel debajo de la piel"?
Cómo grita cuando le duelen las manos y descubre los huesos de las falanges, los más chiquitos, los que se doblan fácilmente para que ella pueda cubrirse la cara y llorar ahí adentro, entre los dedos?
Deberías estar atento. Ella no está bien. Hace días que no está bien.
Se balancea. Estira el cuello hacia un lado y hacia el otro.
Hacia un lado y hacia el otro.
Pega un salto a lo largo, uno igual al de los atletas de las olimpíadas, pero con más gracia. Y cae.
Se sacude en el parquet y se detiene boca arriba, agitada.
Mira hacia el techo y no ve otra cosa que antorchas eléctricas iluminándole el vestido.
Despliega los brazos a los costados. Apoya toda la espalda. Recita otra parte de la misma poesía.
La escuchás? Podés oír eso del abismo? Hay una parte incomprensible, si. Pero en seguida continúa con lo del cuerpo. Dice que le quedan solamente los huesos y los órganos después de que él la llena de líquido en un grito.
Y entonces se duerme.
La ves dormida?
Sueña el drama de esa noche en la que se desbordó sobre el colchón y cayó en picada 1500 metros hasta la alfombra. Y luego aparecen esos hombres y esas mujeres a los que les acepta como un animal hambriento las sobras de los fines de semana.
Se dobla sobre sí misma, como un arte japonés, cuando le llegan las imágenes de lo que no acepta aún: que su madre esté enferma, que su hermana no le importe, que su útero no se llenará de hijos.
Ves como tiembla?
Se espanta.
Y entonces se mueve despacio. Primero se pone en cuclillas y después se iza a si misma con los brazos en alto.
Empieza a bailar. Da vueltas.
Ves entonces lo que hace ella con los pies desnudos?
Acaso ves los zapatos a un costado?
No los ves?
No?

No?
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lunes, 7 de septiembre de 2009

antes de eso y después de eso

en 0:35 8 comentarios
Una tarde, estando casada, corrí a la habitación donde mi esposo estaba durmiendo y lo desperté.
Me lancé al hemisferio izquierdo de la cama y empecé a llorar desesperadamente.
Él, aturdido, levantó su cabeza y me preguntó en voz alta qué me pasaba, por qué lloraba. Si alguien había muerto.
Yo le dije estoy tan triste, tan triste.
Él insistía con eso de la muerte de algún familiar o de un accidente fatal en la ruta. Eso me entristecía más.
Moví la cabeza de un lado a otro. La hice tambalear diciendo No varias veces. Entonces él me abrazó fuerte. Empujó mi cabeza contra su pecho al punto de ahogarme. Mi boca había quedado abierta y aprisionada en un territorio ajeno; apenas un agujero, una claraboya que arrojaba luz sobre la epidermis de un hombre conocido.
Corrió mi pelo hacia atrás, alejándolo de la humedad. Puso sus manos sobre mis ojos. Los arrasó, dejándome ciega. Y luego me dijo que ya pasaría.
Mi cuerpo sangró esa tarde. Una hemorragia púrpura llegó a teñirme los dedos de los pies. Y yo, tan llena de coágulos, subí al primer piso de la casa a juntar la ropa y ponerla en cajas de cartón.
Luego de eso, comencé a tener pesadillas. Traicioné cada una de ellas.
Poco después, tuve sueños. Que no se cumplan, ahora pienso, que no se cumplan no es el verdadero problema.
El problema es otro.
Pero no quiero decirlo.
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viernes, 4 de septiembre de 2009

Sobre Montevideo

en 10:02 1 comentarios
Giré la cabeza y noté los pies de él en los suburbios del colchón, a centímetros de perder las uñas en la alfombra. Su cuerpo es larguísimo y yo lo recorrí entero unas horas antes. Le puse la lengua en los omóplatos. La dejé ahí, estacionada en un lunar, mientras con el dedo índice acaricié su mundo desmayado de excusas y huesos.
En esa habitación de hotel (un hotel que ofrecía lustrarnos gratis los zapatos) la felicidad tenía los ojos hinchados. Esa rara inflamación en la manera de ver las cosas que tienen los turistas recién llegados. Habíamos sido amables con el color rosa en las paredes y la obsesión por los tulipanes. Exhalamos euforia mientras llenábamos los formularios de ingreso. Y teníamos hambre en el feriado y en nuestros apellidos. En todo lo que declaramos ser.
Montevideo tiene una ciudad vieja y otra más vieja aún. El primer día cruzamos la plaza y subimos una escalera, mutando en cenizas de ese espiral que nos llevó a una antigua habitación con una pila de libros que no podían comprarse. Allí pusieron unas mesitas con velas y dejaron que un hombre joven tocara la guitarra y le cantara a la mujer que no se fue.
Nos miramos con los párpados izados y pusimos la felicidad a remojar en la botella de cerveza. Una estrategia premeditada para que las cosas duren un poco más.
En los márgenes de esa eternidad y desde el revés de nosotros, asomó un suéter fucsia que abrigaba a una chica con el pelo ondulado. Ella comenzó a bailar e improvisar el estribillo junto al guitarrista. Y entonces caímos rendidos. Nos enamoramos de ellos por primera vez y unos minutos después, en la canción siguiente, lo hicimos de nuevo.
Pensé en las formas extrañas de la felicidad. En el vitreaux ovalado que fotografió unas 20 veces desde diferentes ángulos. En la comida demasiado condimentada. En el vino espumante. En los mozos que fuman mientras esperan al chef. En sus pies.
A él le sobran los pies. Se le salen del colchón como resortes que no resisten el peso de los dos.
En esta habitación el reloj está adelantado media hora y eso para la lluvia es indiferente.
No lo es para nosotros.
Y entonces él deja de soñar. Y se despierta.
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