jueves, 8 de octubre de 2009

Una historia de amor

en 12:36
Le dije que hasta hoy no había podido contar una historia de amor.
Eran las 11 de la mañana y yo no quería llorar por eso. Entonces revisé mis bolsillos buscando algo; luego me puse de pié y me acerqué al precipicio de hormigón que separa la vereda de la calle y ensayé una caída.
Me puse de espaldas y señalé la tienda de ropa y dije: qué hermoso vestido.
Él me miró sonriente por lo del vestido e hizo una mueca de tristeza por lo de la historia que no podía contar. Me preguntó cómo hubiera querido que sea. Por qué no escribía sobre eso.
Saqué a relucir las vocales: “aaaaaaaaaa es que no puedo escribirlo todo”.
Él, con el sol en la cara, largó la carcajada. Y me pidió que me acercara haciendo gestos con los brazos. Me apretó las mejillas con las dos manos, como un paréntesis entre las mandíbulas y me dijo: “no dejes que te pase eso. No lo hagas de nuevo”.
Busqué en los bolsillos otra vez. Le dije que llegábamos tarde a la fiesta. Que no tenia vestido y que me iba a comprar el de la vidriera.
Tiró el cigarrillo sin mirar a los costados, como si no le importara lanzar cosas encendidas en una ciudad vacía. Desplegó los dedos hacia los míos, hizo una trenza con ellos y me llevó de la mano entre los autos. Otra vez, como si no le importara.

Me puse el vestido y salí del probador ensayando una pose de Marilyn Monroe y él volvió a reirse.

- Esperá, que te saco una foto.

Buscó su celular en la campera. Lo empuñó hacia a mi.

- Reite, boba. Sos hermosa cuando te reís.

Me rei. Lo hice con ruido. Y puse mis manos en las rodillas y estiré el cuello hacia atrás.

- Comprátelo. Dale. Llegamos tarde.

Salimos de la tienda y caminamos en dirección al sur. Al sur de las cosas que no olvidamos. Yo tenía frio mientras él dibujaba su viernes en el aire. Trazó débilmente la manera en que dejó el maletín en el suelo y se dejó caer en el sillón. Contó cómo se quedó dormido, lo arrugada que había quedado su ropa, lo cansado que se sentía. Lo estúpida que yo era. Pero qué estúpida, qué estúpida.

- No me gusta esa palabra. Podrías usar otra.

- No hay otra… lo sabés.

- Yo ya no sé. Pero no importa, lo tuyo es solamente una opinión.

Seguimos caminando. Quedamos flotando en la peatonal entre los cestos de basura, pensando en algo. Yo al menos pensaba en los zapatos que me iba a poner, en el corte de pelo nuevo, en que no había tomado sol, en lo que sucedió hace unas semanas de noche. Cuando no dije. Cuando contuve las palabras en las amígdalas, convirtiéndolas en un grito; en una onomatopeya de la superficie de mi cuerpo, pero no de lo que había dentro de él, al nivel de la sangre. Ceros positivos contaminados por la hepatitis, lo único que no podía darle. Lo demás… lo demás era para él. Pero no pude decírselo.


- Y bueno, escribí mi historia de amor si querés… Yo te amo a vos y sin embargo jamás quisiste intentarlo.

- Que no te ame no quiere decir que no lo haya intentado. Ya te lo expliqué.

- Si, ya sé.

La fiesta era en un campo en las afueras; un verde intenso y exagerado decorado con manteles blancos y copas vacías.
La novia arrastraba el vestido con elegancia y el novio daba la mano con firmeza. El mediodía acentuaba las imperfecciones de los gestos.

- Ella es mucho más alta que él, viste?
- Si, boludo. Pero si los conocés, que venís a descubrir eso ahora?
- Es que me da risa… Vení, vamos a bailar

Y entonces él me guió de la cintura hacia donde la gente se movía y me sonrió burlón. Me hizo girar debajo de su brazo y me abandonó ahí, diciendo que tenia sed. La música ya no tenía importancia para mi. Me ví encajando de nuevo en una fiesta ajena, como la pieza que falta en el rompecabezas, como ésa que se pone al final porque no se sabe bien qué hace ahí, pero que completa la escena.
Bailé hacia el otro lado del jardín y noté la felicidad atornillada en los centros de mesa, en las figuras de plástico clavadas en la torta, en las mujeres debajo del árbol que abrazaban emocionadas a la novia.
Pensé en lo estúpida que mi amigo decía que era y en esa felicidad trillada de los casamientos. Me concentré en el hombre que amaba a una mujer más alta que él y en cómo la besó recién.
Nada, nada me pareció más hermoso.
Excepto él y sus pies durmiendo en agosto, en un hotel de Montevideo.

2 comentarios

Any Lardone on 8 de octubre de 2009, 16:59 dijo...

Me doy cuenta que en casi todos tus relatos, cuando nombrás de alguna forma al sol... algo sucede...

Albertina on 10 de octubre de 2009, 21:46 dijo...

jajajja por qué lo nombraré tanto? Acaso no está mas buena la luna?
nop... el sol es incómodo, debe ser por eso.
Me encantó el poema de Vallejos que colgaste en tu blog. Te lo dije, pero te lo repito.
beso.

 

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